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a esferas inaccesibles para el hombre, se cernía por encima de la tierra siguiendo los sonidos y respondía a los llamamientos de la canción con trinos jubilosos como de pájaros que emprenden el vuelo en otoño hacia países lejanos.

«¡Dios mío!—pensaba alegre Sacha. Se diría que estoy soñando. Una simple balalaika, ¡y qué música! Hasta ahora yo no amaba ni con rendía la música... Me lo reprochaban siempre. Ahora la comprendo ya...» Sentado sobre un árbol derribado, con la cabeza baja, las dos manos apoyadas en su tercerola, arrebatado por el encanto indecible de la noche, de aquel fuego que luchaba con las tinieblas y escupía, en su furia belicosa, miríadas de chispas, Sacha se aparecía a sí mismo como otro hombre completamente nuevo, infinitamente más bello, como un descendiente del cielo; en la música comienza el hombre a conocerse y a amarse, olvidando todo lo que tiene de malo. Lanzó una mirada sobre Kolesnikov, y notó que él también estaba como transformado; su rostro tenía la expresión de una alegría dulce; sus ojos parecían agrandados por un asombro jubiloso. Le pareció a Sacha que Kolesnikov hacía esfuerzos por contener las lágrimas. Más allá, Eremey devoraba con los ojos a los dos músicos, con expresión grave y solemne, inmóvil, no atreviéndose a respirar siquiera.

—¡Tocaremos El pequeño serbal!—exclamó Andrés Ivanich.

No era ya el marinero que todos conocían; era SACHKA YEGULEV.

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