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· 160 por millares y millares de otras chispas que se perdían también en el aire nocturno. Las sombras lanzaban una danza fantástica. El arroyo seguía cantando su canción monótona y parecía emprender un viaje muy largo hacia la orilla de la mar lejana.

Los campesinos, alrededor de la hoguera, guardaban silencio y escuchaban atentos los sonidos melancólicos de la balalaika que Petruscha punteaba distraídamente con sus dedos. Su rostro juvenil, sin barba ni bigote, estaba muy animado; sus grises ojos de niño brillaban alegres. Sostenía en sus dos manos celosamente, como algo muy preciado, la balalaika.

—¡Vaya un instrumento hermoso!—decía, entusiasmado. No hay otro como él. No canta, habla... como una voz humana.

Quisieras tener una voz semejante?—dijo Iván.

—¡Ya lo creo!

Andrés ich el marinero cogió su balalaika y se puso a afinarla. Un minuto después las dos balalaikas comenzaron a sonar. Había en sus notas dulces y melancólicas una emoción que las palabras humanas más conmovedoras, las lágrimas más ardientes no podrían expresar. En aquella música sencilla y casi primitiva algo evocaba el espacio infinito, el ancho horizonte, los abismos misteriosos del cielo, con sus estrellas doradas al sol y plateadas a la claridad de la luna. Aquella canción elevaba el alma a mucha mayor altura que la voz y los pensamientos humanos. Y el alma, transportada