Haría crecer la hierba, levantaba con soplo acariciador las hojas secas del otoño anterior, propalaba mil voces por el bosque, lanzaba tiernos llamamientos a toda la tierra.
Sacha estaba sentado sobre el tronco de un árbol derribado, con la cabeza baja, y tan pronto reflexionaba como soñaba. Eran sueños dulces, que cambiaban a cada instante de forma, como las nubes (que se cernían sobre su cabeza. Pensaba que los fusiles se llenaban de roña a causa de la humedad del bosque; se figuraba el rostro de Eremey; se inquietaba al pensar que Kolesnikov y el marinero no habían vuelto aún de la caza. Hacía mucho tiempo que habían partido. Pero no importa se dijo procurando tranquilizarse. No tardarán en volver. Luego se puso a escuchar el ruido monótono del arroyo. Pero a través de todos sus pensamientos y de todos sus ensueños experimentaba siempre el sentimiento de un alegre reposo, de una quietud como sólo se siente en las grandes fiestas de primavera, cuando todo en derredor florece y germina.
A veces se extrañaba él mismo; tenía demasiadas razones para estar inquieto. ¿De dónde, pues, venía aquella alegría y aquella quietud? Pensaba también que era necesario encontrar palabras sencillas, fáciles de comprender, para decírselas a aquel severo Eremey; quizá su rostro sombrío se iluminara entonces con una sonrisa y se disipara su tristeza. ¡Pobre Eremey! Ni el fuego de la hoguera le calentaba: iluminaba su rostro, pero no llegaba a su corazón.
¡