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Alejandro Ivanovich, habría que ensanchar un poco la barraca; nuestro número aumenta y estamos muy estrechos.

—Pues bien, hazlo.

—Sí, pero Fedot no quiere trabajar. Yo he venido aquí para vivir a lo señor—dice—y no para trabajar.

Alrededor de la hoguera encendida sonaron carcajadas. Petruscha, riendo, exclamó con su voz melodiosa:

—¡Echele usted, Alejandro Ivanovich! Le hemos prometido construir mañana una barraca nueva...

Ahora, en la obscuridad, es imposible. Pero él no quiere comprenderlo. Quiere que nos pongamos inmediatamente a la obra.

Eremey, sin mirar siquiera al lado de Petruscha, dijo con mal humor:

—Hace frío. No es agradable acostarse a la intemperie.

—Eso es porque estás acostumbrado a acostarte con tu mujer en la clumenea—replicó Fedot—.

No tengas cuidado, no te morirás de frío.

—Además, no hace tanto frío. Alrededor de la hoguera se siente calor... Ese Eremey es un verdadero señor. ¡Quiere siempre construir!

Todo el mundo se echó a reír de nuevo. Eremey, severo, se alejó y se sentó junto a la hoguera. El fuego, con sus fulgores saltarines, iluminó su rostro. Torvo, silencioso, permaneció allí sin pronunoiar palabra, sin moverse, cada vez más iluminado por el fuego, conforme se hacía más densa la obsf