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que iba a producirse en su vida, de despedirse de los años apacibles y dichosos que había pasado en compañía de su madre y de su hermana. Aquella noche fué consagrada a los sufrimientos de un corazón lleno de amor... de un amor hacia otra persona que no era ni su madre ni su hermana. Ni siquiera pensó en su madre; le hizo traición por otra mujer. No pensó tampoco en su hermana Lina; también le hizo traición por otra mujer. Sólo a su horrible sueño, a su proyecto ingente no le hizo traición. Y si la niebla espesa que oculta el porvenir del hombre se hubiera disipado un instante, Sacha hubiese visto, petrificado de estupor doloroso, que lo más terrible que le esperaba no era la muerte, y que iba a pasar por un trance infinitamente más amargo.

Pero la niebla no se disipó y Sacha no vió nada.

Por fin, el domingo fatal llegó.

He aquí lo que pasó aquel domingo.

Eran las dos y media de la madrugada. Llovía.

En una callejuela desierta aguardaba un carruaje campesino tirado por dos caballos. En él dos hombres esperaban a Sacha: Kolesnikov, que estaba de pie y manifestaba su inquietud, y otro hombre, sentado en el carruaje y apenas visible en la obscuridad. Se diría que estaba dormido. Pero de pronto expresó también cierta inquietud. Con una voz juvenil, armoniosa y dulce, dijo a Kolesnikov:

—No nos habremos equivocado de sitio, Basilio Vasilievich? Eso sería fastidioso.

—No, no. Más vale que te calles.