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trovna no sospechó nada tampoco, y encontró muy natural que Sacha estuviera constantemente con ella sin pensar en los exámenes.

Lina pasó también el día en casa de Eugenia Egmont, y, como la noche anterior, volvió muy tarde, hacia la una. Pero esta vez no reía; estaba muy distraída, pensativa y como turbada por algo.

Lanzaba algunos suspiros.

—Mamá, ¿crees en los presentimientos?—preguntó de repente, alzando sus ojos hacia Helena Petrovna.

  • —Vamos, vamos, Lina querida; ¿qué es lo que tienes? ¿Por qué me hablas de presentimientos?

¿Habéis vuelto a hablar, probablemente, de la muerte de Timojín? Aquel desgraciado joven os va a volver locos a todos... Di, ¿habéis hablado de él?

—Sí. ¡Eugenia ha dicho unas tonterías sobre eso! Me ha sorprendido. Después hemos llorado las dos.

—¿Por qué?

—¡Ah, mamá! Naturalmente que había por qué; no se llora sin razón.

Miró pensativa la lámpara con sus ojos brillantes.

Helena Petrovna sabía muy bien que ahora ya sería imposible hacerla hablar, y le dijo:

—Anda, ve & acostarte.

—Quiero que me acompañe Sacha a mi cuarto.

La madre sonrió.

—Pues bien, Sacha, acompaña a esta locuela.

Sin mirarla, ofreció su mejilla, que besó Helena Petrovna; luego se dirigió flemática a su cuarto,