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se incrustó en sus pensamientos como un pedazo de mármol negro en un mosaico claro. No quería a Kolesnikov, y le encontraba pesado, desagradable. No comprendía que precisamente aquel Kolesnikov le había traído la tranquilidad y la confianza en sí mismo, y que la angustia de aquel hombre había disipado su propia angustia. Algo muy grave, que deshizo todas las luces y todos los equívocos, se había dicho durante aquella conversación. No sólo dicho, sino decidido. No sólo decidido, sino hecho. Sacha no sabía exactamente lo que era, pero se sentía más tranquilo y más firme.

Su madre no le dirigió ningún reproche, aunque volvía con una hora de retraso. De nuevo se veían, eran felices, estaban unidos. Sacha empezó a leer una poesía de Byron. Las páginas iluminadas del libro se deslumbraban un poco, después de la obscuridad de las calles. Sobre el fondo claro, las letras parecían muy negras, distintas y bellas.

Sacha recitó:

Mi alma está sombría. ¡Pronto, a cantar!

Aquí está mi arpa de oro.

Que tus dedos evoquen sones de paraíso cuando toques con ellos sus cuerdas sonoras.

Si no mató el Destino todas mis esperanzas, florecerán de nuevo sobre mi corazón; correrán abundantes y cálidas mis lágrimas, si al fin no se han secado.

—Lees admirablemente, Sacha. Si no estás cansado...

—No por cierto, mamá.