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madre, leyéndole poesías de Byron, que a ambos les gustaban mucho.

Eran sobre las diez de la noche, cuando la criada le llevó un billetito de Kolesnikov: «Ven en seguida; muy grave.» —Lo ha traído un chicuelo—dijo la criada—.

Espera contestación.

—Bien. Dile que iré en seguida.

Helena Petrovna palideció y se levantó.

—Es de Kolesnikov?

Sacha hizo un signo afirmativo con la cabeza.

—Entonces, ¿por qué no viene a casa? ¿Por qué te manda siempre cartas?... ¡Es tan extraño todo esto!... Irás a buscarle?

—Sí, mamá. Es cosa de una hora... Kolesnikov está un poco... raro estos últimos días...

—Dime la verdad: ¿le espían?

Sacha hizo un nuevo signo afirmativo.

—Dentro de una hora estaré de vuelta—dijo—.

No cierres el libro, mamá; vamos a continuar. Y no tengas miedo, mamá. Volveré... dentro de una hora.

Kolesnikov estaba muy conmovido; su agitación se notaba en seguida, a pesar de la poca luz que había en la calle. Su enorme cuerpo temblaba y respiraba fatigosamente. Cuando Sacha se acercó a él, le cogió febrilmente la mano.

—¡Al fin!—comenzó a balbucear—. Oye, voy a decirte una cosa. Vamos más lejos.

Le llevó hasta el extremo de la callejuela; luego se detuvo, puso sus manos en los hombros de Sacha, y le gritó:

SACHRA YEGULET.

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