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Separados los pies, que calzaban unas botas blancas sin tacones, el pope, indeciso, movía entre sus dedos la gran cruz que llevaba colgada del pecho.

De pronto guiñó los ojos varias veces, y dijo con voz temblona de emoción y de deseo de convencer:

—¡Señores colegiales! ¿Es posible esto? ¡Pensad en vuestros padres, señores colegiales! ¡Es terrible esto que ha pasado!... ¡Ah, señores colegiales!...

Quiso añadir algo más, pero no encontró palabras que completaran las expresiones llenas de sentido trágico que acababa de pronunciar. Y no habiendo podido decir más, se contentó con una sonrisa bondadosa y un poco confusa. Algunos de los asistentes le sonrieron también. Al salir le saludaron con afecto. Respondía a todos con sendas sonrisas benévolas, mirándolos con sus bondadosos ojos, atentos y enrojecidos por las lágrimas, y agitando torpemente la cruz que pendía de su cuello.

Algunos minutos después estaban todos en el patio, procurando mantenerse alejados de los locos, que se paseaban. Timojín, con su rostro inflado y sus manos amarillas cruzadas sobre el pecho, se quedó solo.

Por el camino, Stemberg dijo con ira a Sacha:

—¡Qué imbécil es Dobrovolsky! Ha dado la cartita de Timojín a los escolares de las clases inferiores para que la copien. No tenía derecho, porque las últimas palabras de Timojín eran propiedad de nuestra clase. Además, era tan corta, que no valía la pena de copiarla; se puede aprender de memoria fácilmente.