que debían separarse. Al volver una esquina oyeron un ruido de caballos que se acercaban; un instante después, a la luz de un farol de gas, vieron dos policías montados en pesados y flemáticos caballos.
Kolesnikov y Sacha tomaron inmediatamente una dirección opuesta.
—¡Si nos registran los bolsillos, adiós nuestros proyectos grandiosos!—dijo riendo Kolesnikov—.
Míralos; parece que se disponen verdaderamente a detenernos.
Pero la risa de Kolesnikov disipó probablemente las sospechas de los policías. Uno de ellos, no obstante, se acercó a Sacha y a su amigo, e inclinándose un poco los miró a la cara. Los botones metálicos del chaquetón de colegial de Sacha le inspiraron confianza absoluta. Quizá el gendarme tomó a Sacha por un oficial. Enderezándose sobre el caballo exclamó con voz ronca:
—¡Salud, señor oficial!
—¡Salud!—respondió Sacha secamente.
Los señores colegiales Al entrar en el patio de su casa, Sacha quedó profundamente sorprendido; a pesar de la hora avanzada, las ventanas del comedor estaban iluminadas. Apretó el paso. En el umbral de la puerta encontró a Lina, que le estaba esperando.