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siquiera se atrevía a maullar durante esta operación... Pues bien; una vez, por la noche, entré en la cocina. No había nadie. Vi en un rincón al gato, que dormitaba. Cuando me vió fué presa de un pánico tal, que se quedó como paralizado, clavado en el sitio. Me acerqué lentamente, sonriendo; el gato me miraba y no se movía. Y de pronto se me ocurrió una idea extraña: la de acariciarle en vez de martirizarle. Tenía curiosidad por ver lo que haría después de aquella sorpresa. Y en vez de pegarle o de arrancarle los pelos, me puse de rodillas delante de él y empecé a acariciarle el lomo y las orejas, diciéndole palabras afectuosas...

Sacha calló algunos instantes.

—Qué? ¿Y el gato?—preguntó Kolesnikov.

—El gato? Manifestó una confianza absoluta y parecía completamente feliz. Ronroneando dulcemente, se restregaba contra mis piernas y buscaba mi caricia. Desde aquella noche yo me convertí en su único amor, su alegría, su dios, por decirlo así.

Me seguía a todas partes, como mi sombra; me iba a buscar a mi cama por las noches, y, sin miedo, se echaba a mi lado...

—¿No le volvió usted a martirizar?

—No; ¡tenía tanta confianza en mí!...

—Y qué fué de él?

—Mi padre mandó que le ahorcaran cuando se hizo ya demasiado viejo... Pues bien: ¿ve usted ahora cómo puedo ser extremadamente cruel?

Sacha quedó pensativo y la noche no le parecía ya bella; el camino se le hizo fatigoso, como si la