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barba de mujik. Y cuando me acuerdo de aquella barba, no tengo fuerzas para odiarle tanto como quisiera. ¡Qué tontería!

Calaron la obscuridad con la mirada. El camino comenzaba a empinarse en cuesta, y en las tinieblas parecía que se alzaba ante ellos como un muro.

—Sí, la barba... Mi padre tiene también una barba respetable... parece una selvs; pero esto no impide que sea un cobarde. Todo eso son simplezas... misticismo...

—¡No, eso no es misticismo! —dijo Sacha seriamente, casi severamente. De otro modo, ¿cómo explicar que yo fuera cruel en mi infancia? Sí; nadie lo creería y nadie lo sabe, ni siquiera mamá y Lina; pero era cruel hasta la bestialidad. Me escondía; pero no porque me diera vergüenza, sino para que nadie me molestara en mi crueldad, para poder estar solo con mi víctima.

—Con su víctima?

—Sí. Teníamos en Petersburgo un gato... un gato muy viejo, calvo, desgraciado en extremo. Yo era principalmente el que le hacía desgraciado: le martirizaba todos los días, metódicamente, sin darle descanso. Cuando no estaba allí, le buscaba por toda la casa. Delante de la gente fingía que ni siquiera lo hacía caso; pero cuando estábamos solos, o cuando le atrapaba en algún rincón del patio —babía un rincón detrás del cobertizo, donde se refugiaba—, comenzaba a martirizarle. Me gustaba sobre todo arrancarle los pelos uno por uno. Y figúrese usted: tenía tanto miedo de mí, que ni