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qués; y manchado exteriormente no conserva de su antigua nobleza dentro de sí, más que su honor que guarda, su nombre que oculta y su espada que muestra.

Si el doble cuadro que acabamos de bosquejar se presenta en la historia de todas las monarquías en un momento dado, en España se presenta particularmente de una manera notable á fines del si­glo diez y siete. Y si en el Drama que se va á leer, el autor hubiese podido realizar una parte de su idea —lo que está muy lejos de creer— la primara parte de la nobleza de aquella época se resumiría en don Salustio, y la segunda mitad en don César.

Examinando esta monarquía y esta época, más abajo de la nobleza dividida de este modo, y que hasta cierto punto podría ser personificada en los dos personajes señalados, vése agitarse en la oscuridad alguna cosa grande, sombría y desconocida. Es el pueblo. El pueblo que tiene porvenir y que no tie­ne presente; el pueblo huérfano, pobre, inteligente y fuerte; colocado muy abajo y aspirando á mayor al­tura; llevando sobre sus espaldas la marca de la es­clavitud, y en el corazón los presentimientos del ge­nio; el pueblo, criado de los grandes señores, y ena­morado en su abyección, de la única figura que en medio de esa sociedad desorganizada, representa la caridad, la autoridad y la fecundidad. El pueblo sería Ruy Blas.

Ahora, más arriba de estos tres hombres, que considerados así, harían vivir y moverse, á los ojos del