vimiento escénico y sus alternativas complicaciones. Ya Cadalso, en sus “Eruditos á la violeta”, había hecho notar, traduciendo en romancillo la famosa tirada del ayo de Hipólito en la Fedra de Racine, que el trágico francés imitaba al drama español en sus largas relaciones retóricas, con sus conceptos alambicados, sus hipérboles, sus tropos, su estilo ampuloso y á veces hueco, sin llegar empero á la altura del discurso del Príncipe Constante de Calderón, en la escena, que es tal vez la más acabada del teatro universal.
Así, los dramas de Víctor Hugo, —que sólo son dos: Hernani y Ruy Blas,— cuya acción pasa en España y en que aparecen hombres y cosas españolas, parecen vaciados en el mismo molde típico del teatro de Calderón y Lope de Vega. Por eso ganan al ser traducidos al castellano, por cuanto, trasladada la escena á su medio nativo y hablando los personajes la lengua propia, dan la ilusión de la verdad, revelando al mismo tiempo su fisonomía de familia. Este aspecto parece haberse ocultado á la penetración de la crítica.
Sucede esto mismo con las obras de todos los autores extranjeros, que han bebido sus inspiraciones en la literatura española. El “Gil Blas de Santillana” de Lesage, traducido por el Padre Isla, —restituido según él— parece pensado y escrito en España, sobre la pauta de las novelas biográficas y autobiográficas de aventuras, de que el Quijote es el tipo inmortal, y de que “El Gran Tacaño”, el “Guzmán de Alfa-