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que desnudaba tocio el rostro parecía haberlo fundido en el bronce grave de una escultura azteca. Pero todo esto nada vale ya. Alma que canta es, con notoria frecueneia, alma que llora. Y aquél pasó la vida llorando sin lágrimas por estética dignidad. Su triste carne humana es lo que no importa. Su alma bella nos queda para siempre, florecida en versos sencillos e inmortales. Los rasgos impresos por el dolor en aquel rostro que al envejecer se iba a lo trágico y que según un cronista transfiguráronse al morir en esa efigie dantesca que trajera del infierno el gibelino, se fueron a la tumba como su siniestro escultor.

La muerte, a quien había temido como un niño a la obscuridad, fué a él sin que apenas la notara, con su paso ligero y su palidez celeste. Y así, en el seno del hogar recobrado, en su pueblo natal que es donde es bueno morir, maduro para el descanso como quien dio tanta flor y ninguna espina, recibió para decirlo con palabras de La Iliada inmortal, "la gracia del sueño"

Entonces empezó la apoteosis. El pueblo gastó para sus exequias lo que jamás le habría dado para vivir: pues tal hacen todos los pueblos con sus hijos ilustres. Cosa horrible, en verdad: solamente los déspotas suelen ser oportunos en su socorro. Así Rubén Darío debió a Núñez el de Colombia, a Zelaya el de Nicaragua, a Porfirio Díaz, aquellos vagos consulados y plenipotencias cuyo ocio es propicio al genio desde los tiempos de Cicerón: aliquam legationem, aut... cessationem... liberam et otiossam, dice Ático en el primer libro De las Leyes: alguna legación o jubilación libre