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de la sangre de Francia. Y dijérase que en el estremecimiento de la flor, el gallo de las Galias yergue su cresta mordida.

Esto que ahora se ve tan claro, fué lo que el gran poeta nos anticipara en su anunciación de belleza. Y para que se note cómo es cierto que en todo gran poeta hay el «vate» de los antiguos, el ser profético para quien se anticipa el día en la altura de su espíritu, recordaré aquel magnífico grito de alarma lanzado una tarde, hace veintisiete años, por Rubén Darío, quien percibió desde el Arco del Triunfo, en la sugestión clarividente de la gloria, el avance de la horda gigantesca sobre su Francia negligente y hermosa:

«¡Los bárbaros, Francia! ¡Los bárbaros, cara Lutecia»!

Así, resucitando en su lengua nueva el viejo pentámetro de Roma, cual si despertara en su ser uno de aquellos latinos del siglo V, y encabritara a modo de corcel el verso para más ver la horrenda gente, ha sentido:

«El viento, que arrecia del lado del férreo Berlín».

Y entonces clama con precisión maravillosa:


Suspende, oh Bizancio, tu fiesta mortal y divina
Oh Roma, suspende tu fiesta divina y mortal.
Hay algo que viene como una invasión aquilina
Que aguarda temblando la curva del Arco Triunfal.
¡«Tannhauser»!' Resuena la estrofa marcial y argentina,
Y amaga a lo lejos el águila de un casco imperial.


Conocí a Rubén Darío acá, en el apogeo de su gloria. Que nuestra tierra tuvo ese honor, retribuido por el gran poeta con gratitud inagotable.