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RUBEN DARIO

tificaciones de la ignorancia y autorizaciones a la mediocridad, constituían nuestro código, o mejor dicho «códex» en materia de idioma. Imitar, imitar siempre a los clásicos inimitables, era la prescripción: ser como los muertos en un mundo de vivos...

He aquí dos principios útiles en la materia. Para imitar con éxito a un artista superior, se necesita ser otro artista superior; pero cuando se es esta cosa excelente, ya no se imita a nadie: se crea. Los métodos de un artista superior no le sirven más que a él; pues, o son inaccesibles al mediocre por la misma razón de su mediocridad, o resultan inútiles para otro artista superior, porque éste no los necesita. Y de ahí que toda forma superior del arte sea necesariamente original. Imitar, pues, a los artistas superiores, que por esto llegan a ser clásicos, resulta, precisamente, lo contrario de lo que se quiere hacer. Vivir un hombre, no es para él repetir el cuerpo de otro hombre: el cadáver, que según dijo profundamente un estoico, lleva el alma a cuestas en el transcurso de la vida; sino diferenciarse de todos los hombres, ser distinto, ser desigual. En esto consiste todo el fenómeno de la vida; y así, hasta los seres más colectivizados nos enseñan que no hay dos hojas idénticas en el mismo árbol, ni dos abejas iguales en la misma colmena.

Rubén Darío fué el anunciador de esa fuente de vida, y esto tiene ahora una prueba irrefragable: la poesía joven de España, es rama de de tronco. Así resulta el hombre significativo de un Renacimiento que interesa a cien millones de hombres, el ultimo libertador de América, el creador de un nuevo espíritu. Sólo la