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la garganta su aspérrima amargura! Ah desolación la del alba sin trinos sobre el ramaje polvoriento que estaba, como arruinándose bajo cenizas desabridas y heladas; miedo de aquella luz fatal, color de salitre; anonadamiento de condena entre la patibularia trabazón de esos leños; derrumbe del ser en las espaldas semejantes a desmoronados adobes, en las rodillas que se deseneajan, en el corazón que se sume allá adentro como una piedra. Pero también qué salto de alegría en el alma, cuando al pintar la luz como una humedad celeste las ramitas extremas, y conmoverse a aquel contacto el férreo corazón de la selva todavía trágica en el terror nocturno, arrancaba el jilguero, dorándose ya con la aurora de alto que se ponía, su canto valeroso que iba así punzando, para vaciarlo de sus estrellas, el saco de la noche, y tallando al mismo tiempo en cristalina trituración el puro diamante de la mañana, y anunciando por último al hombre triste, con la cercanía del agua bullente en el gorjeo, la seguridad, la dirección, la libertad, la salud, la vida.

El idioma, es decir el espíritu mismo hecho palabra, era en América ese perdido. Repetición vacía de una retórica ya muerta, empecinábase en esta quimera anticientífica y antinatural: que el nuevo mundo siguiese hablando como España. Solamente para el idioma que es la más noble de las funciones humanas, no había existido emancipación. El falso purismo de la Academia, la belleza formulada en recetas de curandero, la parálisis rítmica, la indigencia de la rima, el verso blanco, la licencia poética, la abundancia declamatoria: lodos esos accidentes que no son sino jus-