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RUBEN DARIO

que en substanciosos frutos la prosa le madura. ¡Un poeta! ¿Qué será un poeta?

Es esto:

Por los campos antiguos en que, campo de libertad ella misma, nuestra Argentina se dilataba sin catastros ni alambres, solía el caminante extraviado meterse de noche al seno de un bosque incógnito. No había percance más temible, porque el bosque es el laberinto donde se puede andar hasta la muerte siguiendo la pista de sí mismo, el palacio abierto que no tiene salida, morada de las hadas maléficas que escamotean el rumbo en un rayo de luna y el grito de auxilio en una vaguedad rumorosa más enorme que el mar: calabozo sin paredes, pues no hay encierro como la falta de horizonte. La única salvación era, entonces, dar con agua: no sólo porque la sed solía reinar bajo la espinosa fronda, sino porque la fuente, el jagüel, el charco, presuponen la existencia de sendas, de animales que las trazan con la frecuencia de venir, de hombres quizá. Agua y camino resultan, pues, términos correspondientes. Y el ser que los revelaba era, según la ciencia del desierto, el pájaro matinal. Bosque donde no cantaban pájaros al amanecer, estaba lejos del agua. Aquella ausencia aparentemente baladí, imprimía un horror trágico al percance. ¡Con qué ansiedad esperaba el transeúnte en peligro ese gorjeo salvador, ensimismado en la fatalidad de la noche aciaga, como enterrado ya en el silencio y en la soledad funesta que formaban con las tinieblas un bloque inconmovible hasta la eternidad, y negro, negro hasta la desesperación, mientras el monte erizándose al contorno parecía retorcerle en