Vuelto, pues, á la su sala,
alegre y no demudado,
preguntó por sus dos yernos,
su maldad adivinando.
Bermudo le respondió:
—Del uno os daré recaudo,
que aquí se agachó por ver
si el león es fembra ó macho.—
Allí entró Martín Peláez,
aquel tímido asturiano,
diciendo á voces:—Señor,
albricias, ya lo han sacado.—
El Cid replicó:—¿Á quién?
Él respondió:—Al otro hermano,
que se sumió de pavor
do no se sumiera el diablo.
Miradle, señor, dó viene,
empero faceos á un lado,
que habéis, para estar par dél,
menester un incensario.—
Desenjaularon al uno,
metieron otro del brazo,
manchados de cosas malas
de boda los ricos paños.
Movido de saña el Cid
á uno y á otro mirando,
reventando por fablar,
y por callar reventando,
al cabo soltó la voz
el soberbio castellano,
y los denuestos les dijo
que vos contaré despacio.