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Acta de Pío XI

«Cuanto es cada uno ante tus ojos (oh Dios) tanto es y no más, dice el humilde san Francisco»[1]. Ciertamente Francisco tuvo sumo cuidado en conducirse humildemente como el más pequeño y el último de todos. Así pues, desde el comienzo de su conversión deseó vehementemente servir de escarnio y de burla a los hombres; aunque era fundador, padre y legislador de los Menores, tenía a uno de los suyos como superior y señor, de cuya voluntad dependía; y apenas pudo, sin dejarse vencer por los ruegos y lágrimas de los suyos, abandonó el supremo gobierno de la Orden «para conservar la virtud de la santa humildad» y «ya hasta la muerte permaneció súbdito, portándose con mayor humildad que ningún otro»[2]; rehusó con firmeza el generoso y magnífico hospedaje que frecuentemente le ofrecieron los cardenales y los principales de la ciudad; a los demás hombres los estimaba sobremanera y los honraba totalmente, mientras para desprecio suyo se situaba entre los pecadores, haciéndose como uno de ellos. Francisco se tenía por el más grande pecador y solía decir que si Dios hubiera tenido con cualquier hombre criminal la misma misericordia que con él, éste hubiera sido diez veces más perfecto que él, y que por lo demás había que atribuirlo todo a Dios porque de Él solo había salido cuanto en sí hubiera de bueno y de honesto. Por este motivo tuvo el mayor empeño en ocultar los privilegios y carismas que podían atraerle la estima y alabanza de los hombres, y principalmente las llagas de Jesucristo impresas por Dios en su cuerpo. Y si alguna vez era alabado en público o en privado, se creía tan digno de desprecio y de injurias que se angustiaba con increíble tristeza, no sin gemidos y lamentos. Y ¿qué diremos al ver que se tuvo por tan indigno, que no quiso recibir el sacerdocio? Igualmente, quiso que la Orden de los Menores se apoyara y consolidara sobre este mismo fundamento de la humildad. Así, por una parte, enseñaba repetidamente a los suyos con exhortaciones llenas de admirable sabiduría por qué no era lícito gloriarse de cosa alguna, ni menos aún de las virtudes y otras gracias celestiales; y, por otra, amonestaba sobre todo, y según la oportunidad reprendía,

  1. Libro III, c. 50.
  2. Tomás de Celano, Vida Segunda de San Francisco n. 143.