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Acta de Pío XI

según las costumbres suntuosas de algunas partes, ostentaban un desmedido aparato y jactancia en los vestidos, en la comida y en toda clase de comodidades; a la pobreza y a los pobres los despreciaban; a los leprosos, que entonces abundaban, los aborrecían y los abandonaban en absoluta segregación; y, aun cuando muchos del clero brillasen por la austeridad de sus costumbres, ciertamente tampoco estaban libres de esta tan desmedida voluptuosidad los que debían vivir como religiosos. De donde nació la costumbre de que cada cual procurase grandes ganancias de cualquier partes donde pudiera; no sólo consiguiendo dinero por la fuerza o exigiendo un injusto interés, sino vendiendo los cargos públicos, los honores, la administración de la justicia, y la misma impunidad de los reos. De esta manera muchos aumentaban enormemente su patrimonio familiar. La Iglesia no calló ni dejó de castigar los excesos; pero, ¿qué provecho se podía seguir, cuando los mismos emperadores ,con público mal ejemplo, provocaban los anatemas de la Sede Apostólica, y los despreciaban continuamente? Las instituciones monásticas, que habían dado frutos tan consoladores y maduros, no podían resistir y luchar porque el polvo mundano también las había afectado; y si por medio de nuevas órdenes religiosas de varones recibió la disciplina eclesiástica alguna ayuda y firmeza, sin embargo, era necesario reparar a la sociedad enferma con una mayor abundancia de luz y de caridad.

Así, pues, para iluminar a esta sociedad que hemos descrito, y para volverla a la norma incorrupta de la sabiduría evangélica, por divina providencia apareció Francisco de Asís[a] , y brilló a manera de sol, como canta Dante[1], y como había escrito, sirviéndose de una figura semejante, Tomás de Celano: «Brillaba como fúlgida estrella en la obscuridad de la noche y como la mañana que se extiende sobre las tinieblas»[2] Cuando joven, dotado de grande y vehemente ingenio, acostumbraba llevar vestidos preciosos, delicados y alegres, dar a sus compañeros opíparos banquetes


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  1. Dante, La Divina Comedia, El Paraíso, XI.
  2. Tomás de Celano, Vida primera de San Francisco de Asis, cap. XI, n. 37 (1 Cel 37).