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Acta Apostolicae Sedis - Comentario Oficial

Concedamos que la fe cristiana estaba entonces firmemente arraigada en el pueblo, como lo atestigua el hecho de que no ya soldados asalariados, sino toda clase de ciudadanos marcharon a Palestina, con sagrado fervor, a liberar el sepulcro de Cristo[a]. Sin embargo, se introdujeron y extendieron invisiblemente en el campo del Señor herejías, propagadas por autores conocidos u ocultos propagandistas, que mostrando una fingida austeridad de vida y dsimulada de virtud y disciplina, engañaron fácilmente a los hombres sencillos y débiles; de donde brotaron ciertas llamas de rebelión en el mismo pueblo. Después de haber fustigado las faltas de los particulares en la Iglesia de Dios, se creyeron en su soberbia llamados por Dios a reformar la Iglesia; pero poco después, al rechazar la doctrina y la autoridad de la Sede Apostólica, mostraron claramente cuáles eran las intenciones que los guiaban; pues es manifiesto que vinieron a parar en el desenfreno y la lujuria, en la perturbación del mismo orden público, conculcando los fundamentos de la religión, la autoridad, la familia y la sociedad. Sucedió, pues, lo que en muchas otras partes a los largo de los siglos, que las sediciones movidas contra la Iglesia y la sociedad civil se apoyaron unas a otras creciendo simultáneamente. Pero, aunque la fe católica permaneció incólume en los ánimos, o al menos no del todo obscurecida, al faltar el espíritu evangélico, la caridad de Cristo había disminuido de tal manera entre los hombres, que parecía como extinguida. Pues, por no hablar de las luchas movidas unas veces con el Imperio y otras con la Iglesia, las ciudades italianas se desgarraban con luchas intestinas: ya sea porque unas querían obtener la libertad civil sacudiendo el dominio de otras, o por que las más fuertes quisieran subyugar a las más débiles, o bien porque las facciones de una misma ciudad luchaban entre sí por el poder; de donde por unas y otras partes se producían tremendas matanzas incendios, devastaciones y despojo de ciudades, destierro y confiscaciones de bienes. Injusta era la situación de muchos, porque entre los señores y los siervos, los que llamaban mayores y los menores, los dueños y los colonos, existía una mayor desigualdad de lo que puede soportar la naturaleza humana, y los más débiles del pueblo eran saqueados y oprimidos impunemente por los más fuertes. Los que no pertenecían a la plebe, que vivía en la pobreza, llevados de un excesivo amor de sí mismos y de sus cosas, ardían en insaciables deseos de riqueza;
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