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Acta Pío XI

«Esto enseñó aquel varón todo católico y apostólico en su predicación: principalmente, que se guardase inviolablemente la fidelidad a la Iglesia Romana y que por la dignidad del Sacramento del Señor, que se obra por el ministerio de los sacerdotes, se tuviese en gran reverencia al ministerio sacerdotal. También enseñaba que debían ser reverenciados los doctores de la ley divina y todos las órdenes eclesiásticas»[1]. Y lo que enseñaba al pueblo desde el púlpito, lo inculcaba a sus hermanos con mucha mayor vehemencia; a ellos les advertía con frecuencia -y en aquel su Testamento, y ya moribundo se lo recomendó una y otra vez-, que obedecieran con modestia a los prelados y clérigos en el ejercicio del sagrado ministerio, y que se portasen con ellos como hijos de la paz. Mas el punto capital en esta materia es que apenas el Seráfico Patriarca formuló y escribió la ley propia de su Orden, no dejó pasar tiempo alguno sin someterla a la aprobación de Inocencio III, presentándose a él con sus primeros once discípulos. Y el Pontífice de inmortal memoria, gratamente impresionado por las palabras y la presencia del pobrísimo y humildísimo varón, e inspirado por el divino Espíritu, habiendo abrazado con todo amor a Francisco, sancionó después con su autoridad apostólica la ley que se le había presentado, y dio permiso a los nuevos operarios para predicar la penitencia; a esta regla, algo cambiada, Honorio III le añadió la fuerza de su confirmación a petición de Francisco, tal como lo recoge la historia. El Seráfico Padre quiso que la regla y la vida de los Hermanos Menores fuese ésta: observar «el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo viviendo en obediencia, sin nada propio y en castidad», y no ya según el propio arbitrio o según la propia interpretación, sino según la voluntad de los Pontífices Romanos canónicamente elegidos. Y todos los que deseen «recibir esta vida, sean examinados por los Ministros sobre la fe católica y los sacramentos eclesiásticos, y si creen todas estas cosas y quieren confesarlas fielmente, y guardarlas firmemente hasta el fin»; los que han sido recibidos en la Orden no deben separarse de ella, «según el mandato del Papa nuestro Señor». A los clérigos se les prescribe que cumplan con los divinos oficios «según el orden de la santa Iglesia Romana»;

  1. Julián de Espira, Vida de San Francisco, n. 98.