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no conozca. —Hablo de familias como la mía, esas que parecen vivo retrato de la declaración de los derechos del hombre. —¡He conocido a cada muchacho respetable!




¡Si al menos tuviera antecedentes en algún lugar de la historia de Francia!

Pero no, nada.

Me resulta tan evidente que siempre he sido de raza inferior. No puedo comprender la rebeldía. Mi raza nunca se sublevó más que para saquear: como lobos contra el animal que aun no han matado.

Recuerdo la historia de Francia, hija mayor de la Iglesia. Yo, inculto, habría hecho el viaje a tierra santa; tengo en la cabeza todas las rutas de las llanuras suabas, visiones de Bizancio, murallas de Solima; el culto de María, el enternecimiento por el crucificado se despiertan en mí entre miles de rituales profanos. —Estoy sentado, leproso, sobre las ánforas rotas y las ortigas, al pie de un muro roído por el sol. —Más tarde, siendo un reitre, habría vivaqueado bajo las noches de Alemania.

¡Ah! todavía: bailo el aquelarre en un rojo calvero, junto a viejas y niños.

No logro recordar más allá de esa tierra y del cristianismo. Jamás dejaría de verme en ese pasado. Pero siempre solo; sin familia; pensándolo bien, ¿qué idioma hablaba yo? No logro verme en los consejos del Cristo; ni en los consejos de los Señores, —representantes del Cristo.

¿Qué era yo en el siglo pasado?: no logro encontrarme más que en el presente. No más vagabundos, no más guerras vagas. La