¡Otoño ya! — Pero por qué echar de menos un sol eterno si nos hemos comprometido al descubrimiento de la claridad divina, — lejos de las personas que mueren con las estaciones.
Otoño. Nuestra barca elevada en las brumas inmóviles gira hacia el puerto de la miseria, la ciudad enorme con cielo manchado de fuego y barro. ¡Ah, los harapos podridos, el pan empapado por la lluvia, la ebriedad, los mil amores que me han crucificado! Así que no hallará su fin esa necrófaga reina de millones de almas y cadáveres que serán juzgados! Ya me vuelvo a ver con la piel roída por el fango y la peste, con gusanes atestando los cabellos y las axilas y con otros aún más gruesos en el corazón, dejado entre los desconocidos sin edad, sin sentimiento... Habría podido morir allí... ¡Qué horrible evocación! Desprecio la miseria.
¡Y temo el invierno porque es la estación de la comodidad!
— A veces veo en el cielo playas sin fin cubiertas de blancas naciones alegres. Un gran navío de oro, por encima de mí, agita sus pabellones multicoles bajo las