¡Ah! Aquella vida de mi infancia, la gran ruta a través de todos los tiempos, sobrenaturalmente sobrio, más desinteresado que el mejor de los mendigos, orgulloso de no tener ni país ni amigos, qué estupidez más grande. —¡Y sólo ahora me doy cuenta!
—Tuve razón al despreciar a esos hombres simplones que no perderían la ocación de una caricia, parásitos de la limpieza y de la salud de nuestras mujeres, hoy en día que ellas coinciden tan poco con nosotros.
Tuve razón en todos mis desdenes: ¡y es obvio al ver que me evado!
¡Me evado!
Me explico.
Ayer todavía suspiraba: «¡Cielos! ¡Somos demasiados condenados aquí abajo! ¡Ya he estado tanto tiempo en esta tropa! Los conozco a todos. Nos reconocemos siempre; y nos damos asco. La caridad nos es desconocida. Pero somos corteses; nuestras relaciones con el mundo son en extremo adecuadas.» ¿Acaso esto es para sorprenderse? ¡El mundo! ¡Los comerciantes, los ingenuos!— No estamos deshonrados.—