otra alma tendría suficiente fuerza —¡fuerza de la desesperación!— para soportarla,— para ser protegida y amada por él. Además, no podía imaginármelo con otra alma: siempre vemos nuestro Ángel, nunca el Ángel de alguien más,— creo. Yo estaba en su alma como en un palacio que se ha abandonado para no ver a nadie tan poco noble como vos: eso era todo. ¡Ay! dependía por completo de él. ¿Pero qué hubiera podido querer él de mi existencia cobarde y apagada? No me ayudaba a mejorar en lo absoluto, ¡si bien tampoco me mataba! Tristemente despechada, le dije algunas veces: «Te comprendo». Él se encogía de hombros.
«Así, al renovarse mi pena sin cesar y al encontrarme cada vez más perdida ante mis ojos —¡como ante todos los ojos que hubieran querido mirarme, si no hubiera estado para siempre condenada al olvido de todos!— tenía cada vez más y más hambre de su bondad. Con sus besos y sus abrazos cariñosos, me sentía en un cielo, un cielo sombrío, en el que entraba y en el que hubiera querido ser abandonada, pobre, sorda, muda, ciega. Ya empezaba a acostumbrarme. Y nos veía a ambos como a dos niños buenos, libres para pasearse por el Paraíso de la tristeza. Nos reconciliábamos. Muy emocionados, trabajábamos juntos. Pero después de una penetrante caricia, me decía: «Qué divertido te parecerá todo esto por lo que has pasado cuando yo ya no esté. Cuando ya no tengas mis brazos bajo tu cuello, ni mi corazón para que reposes sobre él, ni esta boca sobre tus ojos. Porque tendré que irme, muy lejos, algún día. Pues hace falta que ayude a otros: es mi deber. Aunque no sea nada agradable... querida alma mía...» De inmediato yo me imaginaba, habiendo partido él, presa del vértigo, precipitada en la más terrible sombra: la muerte. Y lo obligaba a prometerme que no me abandonaría. Veinte veces me hizo esa promesa de amante, con la misma frivolidad que yo cuando le decía: «Te comprendo».
«Ah, jamás he estado celosa por él. No creo que me vaya a abandonar.