ya todo me está permitido, pues todo se le permite a la que va cargada del desprecio de los más despreciables corazones.
«En fin, hagamos ya esta confesión, aún cuando haya de repetírla veinte veces más, —¡igual de sombría, igual de insignificante!
«Soy esclava del Esposo infernal, aquel que perdió a las vírgenes necias. Es sin duda ese demonio. No es un espectro, no es un fantasma. Pero a mí, que perdí la prudencia, que estoy condenada y muerta para el mundo, —¡ya no podrán matarme!— ¡Cómo describíroslo! Ya ni siquiera sé hablar. Estoy de duelo, lloro, tengo miedo. ¡Un poco de aire fresco, Señor, si así lo consentís, si realmente lo consentís!
«Soy viuda... — Era viuda... — pero sí, antes solía ser muy seria, ¡y desde luego no nací para acabar convertida en esqueleto...!— Él era casi un niño... Sus misteriosas delicadeces me sedujeron. Y olvidé todo mi deber humano para seguirlo. ¡Qué vida! La verdadera vida está ausente. No pertenecemos al mundo. Voy adonde él va, hago lo que él quiere. Y a menudo se encoleriza contra mí, contra mí, contra la pobre alma. ¡El Demonio!— Porque es un Demonio, sabéis, él no es hombre.
«Y dice: «No me gustan las mujeres. El amor es para reinventarlo, eso se sabe. Las mujeres no desean más que una posición asegurada. Cuando la adquieren, corazón y belleza son dejados a un lado: sólo queda un frío desdén, el alimento del matrimonio, hoy en día. O bien veo mujeres, con signos de felicidad, que hubiesen podido ser buenas camaradas mías de no haber sido devoradas desde el principio por brutos tan sensibles como fogatas..."
«Lo escucho hacer de la infamia una gloria, de la crueldad un encanto. «Soy de raza lejana: mis padres eran escandinavos; se perforaban las costillas, bebían su propia la sangre. —Me voy a hacer cortaduras por todo el cuerpo y a tatuar, quiero ser tan repugnante como un mongol;