Prosiguiendo en este órden de consideraciones, y en corroboracion de lo que llevamos manifestado, debemos añadir que uno de los mayores cargos que se han dirigido por la escuela de los economistas contra el espíritu del cristianismo, y del catolicismo especialmente, tal como se desenvolvió desde la Edad Media, ha sido el de fomentar y proteger indirectamente la vagancia, la mendicidad válida y voluntaria, la ociosidad, en fin, por medio de la multitud de establecimientos piadosos, de sus instituciones de caridad y de sus indiscretas y pródigas limosnas. «Nada de limosnas, nada de hospitales, escribia, el convencional Barrere en el preámbulo de la ley de 19 de Mayo de 93, la vanidad sacerdotal es la que ha inventado la limosna.» Si bien se mira la gran cuestion, la única tal vez que divide los economistas que se llaman católicos de los que colocan en Adan Smith el tronco de su estirpe, es una cuestion de beneficencia ó de caridad, en la cual está contenida entre otras aquella de cuyo exámen nos estamos ocupando.
Pero que más, ¿cuál es el fin que el hombre se propone trabajando? el adquirir un capital cuyos productos le permitan vivir en el descanso, es decir, el vivir sin trabajar. Los adelantos de la maquinaria, los secretos que el hombre trata incesantemente de sorprender á la naturaleza, las fuerzas que le arranca y aplica á los usos de la vida, la guerra constante que sostiene con el mundo exterior ¿tienen acaso otro objeto que ir disminuyendo progresivamente la cantidad del trabajo indispensable para la satisfaccion de sus necesidades?
Es decir, se nos objetará, que condenais el trabajo, que defendeis la ociosidad, y que no contentos con absolver de toda pena al vago, quereis que la sociedad le considere y le decrete premios.
Nada está más lejos de nuestro ánimo, como pueden suponer nuestros lectores, que incurrir en semejante absurdo. Dado el órden actualmente establecido en la tierra por la Providencia, como se dice cuando se trata del poder temporal de la Santa Sede, el trabajo es una condicion sine qua non de la existencia de la sociedad y del individuo. Lo único que nos hemos propuesto al emprender la, tal vez prolija, crítica que hemos hecho de la argumentacion bíblicoteológica á que apelan los que pretenden ver en la vagancia, no solo un delito contra el prójimo y contra la sociedad, sino contra Dios, una especie de segunda edicion de la primer caida, ha sido demostrar que no es legítimo ni conveniente extremar la tras-