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Nadie le respondió. Sin duda, la Rosa habría salido de compras. Era la hora, y la casa estaría solitaria.

Chumbote no atinaba qué hacer.

Se asomó al hueco que dejara el paso del cuerpo de su ama.

—¡Niña! ¡Niñita!

Estaba doña Feliciana tendida allá abajo, en el patio... Había caído sobre un montón de piedras de aristas finas. Estaría muerta, quizás. Acaso, no. Chumbote no entendía de eso. Aguzando el oído, alcanzó a percibir uno como quejumbroso gruñido que salía de la garganta de la patrona.

Se le habían alzado a doña Feliciana, en el descenso, las polleras, y mostraba al aire los muslos ampulosos, blanco-azulados, de un obsceno color de leche con agua.

No pudo resistir Chumbote ese espectáculo.

Sin quitar la mirada de los muslos de su patrona, sentado ahí al borde del hueco, comenzó una nueva masturbación, que venía a ser la cuarta en ese día...