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había ignorado Chumbote—y que jugaba sobre la cuerda de mangle con un movimiento de báscula, como en la distracción infantil del guinguilingongo. Dejaba la tabla, al moverse, al descubierto un hueco por el que fácilmente habría pasado un cuerpo humano. Además, ese rincón de la azotea, destinado a sostener los tiestos de flores de doña Feliciana, estaba casi podrido con el agua de los riegos diarios.

Hubo de anxiliar Chumbote al "niño Toribio" para evitar que descendiera violentamente al patio. Y quedóse quietecito, mientras el gato huía.

Pero, con los correteos habíase armado estrépito; y, como siempre, doña Feliciana apareció látigo en mano.

—¿Qué bulla es ésta? ¡Ah, infame, no respetas el sueño de tu patrona!

Alzó el brazo armado de la veta.

—¡Vas a ver!

Descargó el primer latigazo.

Fué tan grande el dolor, que Chumbote—por la primera vez desde que servía en la casa—pretendió hurtar su cuerpecillo del tormento, y corrió.

Mientras corría recibió el segundo latigazo.

Entonces—sólo entonces—pensó rápidamente en la venganza. Todo el odio que había acumulado calladamente, ignorándolo él mismo, reventó en explosión inusitada.

—¡Pipona maldita!—masculló.

Dió un gran salto agilísimo y fué a pararse en la esquina de las siembras, salvando la tabla movediza.

—¡Ah, criminal, cómo pisoteas mis flores!

Arrimado a la cerca de la azotea, en la actitud de una fierecilla acorralada, Chumbote esperó.

Sabía lo que iba a suceder. Lo que sucedió en efecto.

Doña Feliciana intentó aproximársele cuán velozmente pudo, haciendo pesar toda su grasa sobre las maderas podridas, asentando justamente el pié sobre la tabla movediza que al punto jugó en su balance...

Fué un instante.

Se hundió como en un lodazal. Apenas si su diestra pretendió agarrarse a una cuerda carcomida que le negó apoyo.

—¡Ay!

Chumbote reaccionó vivamente.

—¡Rosa! ¡Rosa! ¡Se ha caído la niña! ¡Yo no tengo la culpa!