De oírlo—y lo oía siempre,—doña Feliciana aparecía, látigo en mano.
—¡Animal! ¡Que no me dejas dormir la siesta!
Lo azotaba hasta que de la carne enflaquecida y angustiada de las nalgas, le brotaba la sangre,—una sangre escasa y blanquecina que más parecía purulencia derramada.
Lo dejaba entonces.
Volvíase a su cuarto majestuoa, ondulante, bamboleando la grasa rebosante en uno como ritmo de navegar en bonanza.
Rosa, la huacicama leonesa, acudía compasiva. Le bajaba al flajelado los calzoncitos de sempitemo azul, cuya tela se adhería a los surcos largos de los latigazos, y le refregaba un poco de agua con sal. Cuando podía robarlo sin peligro, le ponía vinagre del de la despensa.
—¡Vida mía, me lo ha puesto hecho un Ecce Homo!
Con su compasión, la huacicama le hacía a Chumbote un mal antes que un bien. Entre el dolor agudo y picante de los azotes y la proximidad de la muchachota blanca, de carnes duras, cuyo profundo olor a mugre y a feminidad se le metía en las narices; revolvíansele a Chumbote las ansias.
Y, en quedándose solo, encerrábase en el retrete a violentar sacrificios onanistas, con la imaginación llena de la Rosa.
Y era así, casi sin variaci6n, el programa de cada día...
COMO de costumbre, una tarde—las cuatro serían, y aún no había vuelto de la escuela el niño Jacinto,—Chumbote distraía sus cortos ocios en la azotea.
Jugaba ahora con "Toribio", el enorme angora de doña Feliciana, que se había escapado quién sabe cómo do las tibias y mantecosas ternuras de su ama.
Corría Chumbote tras él, hostigándolo con un palo.
—¡Mishu, niño Toribio!
Porque, conforme a la orden de doña Feliciana, el gatazo participaba del respetuoso tratamiento debido a los patrones.
~¡Zape, niño Toribio!
De improviso, la bestezuela, que trataba de refugiarse en una esquina, pisó una tabla que estaba desclavada—lo que