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Cuando doña Feliciana oyó aullar al chico, se refociló beatíficamente.

Le pareció fundamentalmente bien; pero guardó silencio. Un silencio de diosa propiciada. Y hasta esbozó un gesto de incredulidad que vió y entendió su marido.

En lo sucesivo, don Fedorico le pegó más de firme al muchacho. Repugnábale esto un poco. Mas, estimaba que la paz conyugal estaba por sobre todo.

Doña Feliciana colaboró con su marido en lo de las palizas. El niño Jacinto—que era un badulacón engreído y afeminado—secundó a sus papás.

Y éste le hizo algo peor. Con el ejemplo le enseñó a masturbarse.

De vivir en la hacienda, a Chumbote no se le habrían ocurrido jamás esas porquerías. Los pobres vicios solitarios, tenebrosos y sórdidos como son, qmue prosperan como el moho en los rincones oscuros; no alientan allá, en el campo abierto. Se ahogan en el mar de sol.


DEJABA Chumbote transcurrir las horas muertas de la media tarde—entre la de fregar los platos sucios del almuerzo y la de prender la candelada del fogón para la merienda— sentado en una esquina de la azotea, al amor de la canícula, entretenido en arrancar los élitros rumorosos a los chapuletes o en organizar la marcha de las hormigas.

Pensaba... Pensaba vagamente en una multitud de cosas sin sentido preciso, no logrando jamás el conectar un razonamiento complejo. A las veces—eso sí,—le obsedía el recuerdo de la hacienda, y los ojos parduzcos se le abotagaban de nostalgias inútiles.

Era entonces cuando lanzaba inopinadamente esos sus grandes gritos que hacían más creer a todos que la cabeza no le andaba bien:

—¡"Pomarrosa"! ¡"Cañafístula"! ¡"Maravilla"! ¡"Tetona"! ¡Uhj... jah... jah... jah...! ¡Jah...!

A nadie se le ocurriera la humilde verdad. Que Chumbote rememoraba. Que Chumbote revivía milagrosamente, en su memoria, las tardes soleadas o lluviosas de allá lejos, en el campo irrestricto,—cuando, retrepado a pelo en su caballejo de color azufrado, chiquereaba el ganado de su patrón.