indistintamente, "Federico" o "Prusia". Cuando se emborrachaba, le añadía, como un título, lo de "hijo de puta". Pero—dicho sea en honor de la difunta, que dormía desde mucho tiempo atrás en el cementerio lodoso de Samborondón,—la madre de Chumbote solo había recibido en amor, bajo el toldo de zaraza colorada de su talanquera, a muy pocos hombres además del suyo propio, Baldomero Viejó, "que se la sacó niña".
Cuando Chumbote ajustó diez años, su padre se lo regaló al patrón Pinto para gue lo tuviera de sirvieute en la casa de Guayaquil.
Doña Feliciana lo recibió con una sonrisa que—hablando en oro—fué la única que para él dibujó. Pero, así que le oyó decir que se llamaba Federico, la sonrisa se convirtió en mueca.
—¡Cómo, atrevido! ¡Federico! ¿No sabes que ése es el nombre del señor?
El pobre muchacho, todo amohinado y temeroso, hubo de convenir en que había mentido y en que no se llamaba Federico, sino Chumbote a secas.
Para sus adentros, añadió algo más, que su carita atezada no reveló.
Fué un mal comienzo. Doña Feliciana armó un lío horroroso con lo del nombre del chico.
—¡Federico! ¡Cómo tú! ¡Nada menos que como tú!—increpó al marido cuando éste llegó para la merienda—. A lo mejor es hijo tuyo... Sí; hijo tuyo, sin duda... Un hijo que le habrás hecho a alguna de esas montuvias volantusas de la hacienda, y que ahora tienes el atrevimiento, la osadía espantosa de traerlo a tu casa, ¡a tu hogar que es sagrado!, para que se hombrée de igual a igual con tu otro hijo, con el legítimo, con el verdadero, ¡con el de mis entrañas! ¡Canalla!
Se lanzó a la cara de su marido, y lo arañó con sus uñas filudas de gata,—con sus uñas que eran la única característica, que la diferenciaba de la grasosas chanchas. La acogotó luego un llanto en mí sostenido.
Después de esta eseena, don Federico Pinto comprendió que para que su mujer se convenciera de que Chumbote no era "su sangre", lo más aconsejado resultaba tratarlo como a un perro odioso.
Esa misma noche lo apaleó. Un nimio pretexto bastó para la pisa.