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Alzóse don Claudio del asiento y fué a mirar a una ventana del salón que caía al patio. Veíase allí un emparrado, que con su abundante follaje ocultaba el piso; pero aquí y allá había algunos agujeros por los que podía desguindarse un alma tocada del deseo de saber; y haciéndolo, como lo hacía el alma de Claudio Castillo, podía divisarse un sillón ancho y cómodo, en cuyo respaldo, y sobre una almohada blanca, veíase una cabeza pálida, densamente pálida, cuya enmarañada y larga cabellera forma ba un a modo de nimbo negro en torno a aquellas facciones. Podía verse a más, sentada en una silla baja, a la modesta Eladilla, que deshacía entre sus dedos un pedazo de lienzo para luego distribuirlo en pequeños haces de hilas. Podía verse, por fin, una urraca de larga cola, que ora venía andando con un paso duro, que sonaba en las losas, como si fueran de alambre aquellas zancas negras; ora en un vuelo se ponía en el respaldo de la silla de Eladilla; ya picoteando en el suelo perseguía a una familia descarriada de hormigas. Filtrábanse a través de la hojarasca algunos rayos de sol, que dibujando movibles festones de oro en las piedras, ensanchaba o disminuía los focos de su luz, según el aire agitaba más o menos las hojas de la parra.

Llegaban hasta allí, desvanecidos y confusos, los ruidos mil de la plaza y el vocerío de la multitud, la bullanga musical de los hospicianos, el palmoteo del pueblo, o bien la discorde algarabía de los chiquillos, rumores que parecían a veces perfectamente separados como en el arco iris los colores, o a veces