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dante, que es en tales materias la verdadera hoja de servicios que se consulta. No es preciso puntualizar cuándo consiguió don Angel su anhelada promotoría, sino que al fin la consiguió, y que entonces el acaso le hizo encontrarse con Pantoja. Hablóle éste de matrimonio, de su hija Eladia, y con la ruda franqueza que caract rizaba al labrador, le planteó el asunto como si se tratara de un contrato. Angel no dijo que sí ni que no. No conocía a Eladia sino por retrato y por referencias de su padre; pero como los retratos de la fotografía y los de los padres suelen favorecer mucho, parecióle aventurado e indiscreto todo compromiso. Pocos días después supo que le habían trasladado desde la promotoría fiscal de Albuérniga, de que aún no había tomado posesión, a la de Villar Don Lucas. Vió en ello la mano de don Sandalio Pantoja, y no supo si agradecérselo o sentirlo. Aquel juzgado era, aunque de entrada, de mayores ventajas para él, y, por este lado, se hallaba ganancioso en el cambio. Aceptó, pues, la traslación y emprendió el viaje sin demora. Pantoja le escribió anticipadamente para que se alojara en su casa, y con Pantoja no había más remedio que aceptar o morir.

—¡Su amistad!—dijo don Sandalio contestando a la modesta duda del promotor—. ¡Su amor, hombre, su amor!

—¡Qué cosas tiene usted, papá!—dijo con airado acento Narcisa. Eso no se dice de esta manera.

No hablemos más de ello.

—Pero...—quiso objetar el padre.