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Leocadia no podía amarme. ¿Pero amaba a otro?

Esta pregunta me mataba. ¿Cómo resolverla? Espié de no he sus balcones, esperando ver pendiente de ellos una escala de seda y oscilando sobre el empedrado la capa del amante abandonada en el balaustre. Rondé la verja del jardín y crispé mis pufios más de una vez, imaginando que los arbustos negros eran hombres. Yo veía en toda la sombra un rival.

Una tarde me esperaba Leocadia; me dejó estrechar su mano; yo me estremecí de dicha.

—¡Pobre mío!—exclamó ella.

—¿Por qué dices eso?

—Tú me quieres bien. Tú lo sentirás.

Y una lágrima escurrió de sus pestañas largas y sedosas. Después sus manos pulsaron el teclado, y oí este vals, que he vuelto a recordar hoy al cabo de veinte años. Es una música endiablada de enamorados que se persiguen, de silfos que corren tras mariposas, de geniecillos y hadas jugando al escondite en los cálices de un bosque de azucenas. Ella le ejecutaba mirándome como se mira a un niño antes de darle un pequeño disgusto... A la noche me marché.

Pero volví a espiar las verjas del jardín... y untonces vi una cosa horrible. Vi un embozado que salía llevándose del brazo a Leocadia. La sombra