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ba a Leocadia, y al verla vestida de blanco con las trenzas negras mal atadas rozando el cuello y el talle, tan endeble como una columnilla de marfil, me parecía una de aquellas princesas de mis libros viejos que, saliendo al mundo de la realidad de detrás de la más elocuente página, resumía en el breve cielo de sus ojos los premios prometidos a los vencedores de cien combates. Yo perdí el aplomo, la calma, el sosiego. Me encontraba tan feo, tan pobre, tan ruin, tan ridículo, que llegar a alcanzarla lo tenía por un sueño; que me amase, absurdo, y que yo la olvidase, imposible.

Ella tocaba el fortepianos; sus manos corrían semialadas sobre las teclas. Combinábanse la celeridad de sus dedos blancos y el concento de la música. Era un relámpago de blancura sobre una carcajada de armonía.

Y estar allí, cerca de ella, sentado junto al piano, viendo moverse sus ojos, estudiando las inflexiones que tomaba la curva de su garganta al levantarse el rostro y alentar el seno; y no obtener de aquella mujer ni una mirada, ni conmover un instante la fría, la helada impasibilidad de su espíritu... era un paraíso complicado de infierno, una caricia y una puñalada.