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do naranjados los vidrios amarillos de los transparentes. El viento sonaba retorciéndose en la calleja inmediata. Calixto, envuelto en el postrero rayo de sol, tenía no sé qué extraña fisonomía de íntimo júbilo.

—¡Ah!—me dijo—. Hoy he vuelto a recordar aquellas notas... Un vals. Debe de ser el primero que se ha escrito... Es una carcajada que acaba en llanto... Nunca te he contado esta historia... Es la del único día alegre de mi vida, y el más horrible de ella al mismo tiempo... El amor se asomó a mi alma y echó en ella una lluvia de jazmines que me perfumaron... y murieron. La ilusión me prometió en un solo instante una dicha eterna...

La ilusión es la hermana menor del desengaño.

Ella nos enamora, nos sonríe, nos da una cita en su reja, y cuando hemos acudido, llega el hermano... y nos mata.

Leocadia continuó Calixto—era prima mía. Yo he sido primo de la hermosura. Sus ojos chispeaban con lumbre de amor, y su nariz recta tenía dos alillas trémulas, y en medio de la mejilla siniestra un lunar negro que parecía, sobre la blancura del cutis, una mata de juncos en un campo nevado.

—¡Horas dichosas las pasadas en el destartalado salón de la casa solariega de mi tío! Yo adora-