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pensé , y puse a los pies en acción con una celeridad vertiginosa.

Llegué al último carruaje, y vi en aquel momento que la ventanilla se abrió con fuerza y que una mano de hombre movía un pañuelo. Acerquéme más, y vi... ¡vi a mi prima, señores, a Antoñita desmayada! A su lado iba, casi de pie y encorvado, por no permitir otra cosa lo estrecho del quebrantahuesos, el señor coronel que me había obligado a fumar y que me llamó monsieur le chanoine, quien agitaba un pañuelo, sin duda para hacer aire que aspirase mi pobrecita prima.

Quise gritar, quise subir al coche, quise matar al coronel, al mayoral, a las mulas, destrozar el carruaje, a mis padres, a mis tíos, a mis criados.

Destrozadas sus ropas, cadavéricos sus semblantes, más parecían estatuas del dolor que seres humanos. Y Antoñita? Nadie me dijo una palabra de aquellos ojos negros, ni de aquellos labios comparables a cerezas que se mueven; nadie me habló más de la encantadora muchacha, que excusaba toda respuesta categórica, y mi ansiedad, mis temores de algún mal horrible que podría haberle acaecido tomaron forma de dolencia crónica.

Aun no sé lo que pasó a mi adorada prima. Mas os diré que odio a muerte a todos los coroneles franceses.

Noviembre, 1877arii