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canos, gruesos, morcilludos, que acababan en punta, pendiendo de la aguileña y fina nariz, como dos ratones blancos de un gancho de carnicería.

Seguían a este jinete otros diez o doce, y todos hicieron alto en la plaza. Allí hablaron, giraron, vocearon... pero en francés, y se les dió la callada por respuesta. Además, el pueblo dormía. Carcabuey parecía una ciudad muerta. Retiréme de mi observatorio aterrado. Me introduje en el lecho, y me tapé hasta los oídos con la ropa. Allí esperé los sucesos.

III

Sonaron tres golpes en el portón ferrado de mí casa; tres golpes de amo que viene a dar órdenes, no de peregrino que pide asilo. Nadie contestó; pero al repetirse la llamada, oí la voz de mi padre que, asomándose al balcón, decía:

—¡Fuera los franceses! ¡Viva Carlos IV!

Respondiéronle abajo cinco o seis carcajadas, y la puerta retembló bajo los golpes certeros de culatas por puños de titanes descargados. Cedió la puerta, y mil ruidos llenaron instantáneamente los amplios pasillos de la planta baja.

—¡Mi hijo, mi Andresillo, mi Andrés!—gritó mi madre allá a lo último de la escalera.

Y una sombra blanca vino volando casi hasta mí. Abrazóme con ternura, besó mi frente con amor, llamóme hijo, prenda suya, pichón de su alma, florecilla querida y otras mil delicadas palabrejas. ¡Qué bueno es tener madre, madre mía!