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en la obscuridad. ¿Bailaban a obscuras? Porque, indudablemente, yo escuchaba el ruido los pies marcando el compás, sólo que más lejano, más profundo, más sordo... Ahora bailaban en la calle.

¡Y qué baile! Más de diez mil pies chapoteaban en el barro, y más de cinco mil parejas se movían delante de la ventana de mi alcoba. Muerto de miedo me asomé al vidrio y vi... una línea inmensa, larga, obscura, articulada, culebreante e inquieta de bultos negros... No eran bailarines: eran soldados, eran los franceses. Silenciosa era su marcha, y sólo de rato en rato se escuchaba una voz de mando o una imprecación blasfema, dicha en gabacho, para que los santos españoles no la entendieran; algún ruido de metal rozando con metal, el piafar de un caballo, el gruñido de una acémila hostigada por el soldado que regía su jáquima. Esto era todo.

Pasaron, desfilaron, siguieron pasando, siguieron desfilando, ciento, diez mil, cien mil, cuatro mil millones... toda la humanidad viva y muerta.

¡Imposible parecía que sostuviese la tierra a tantos hombres!

Por fin se acabó el desfile y vi a lo último del camino una luz roja, vagorosa y temblona. Producíanla cuatro hachas de viento sostenidas por cuatro soldados de a caballo. En medio de ellos venía un jinete de edad caduca, cuyo capotón azul ostentaba altas insignias de oro y plata en el ouello y embozos. Vi su rostro que asomaba sobre el barboquejo del sombrero apuntado, y sus bigotes