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rió. Su primera arruga fué la que la muerte dibuja en los párpados.

Y decía el doctor anoche, cuando la luz del día se fué y la lluvia arreció, y se quedó solo en su despacho, a obscuras y aburrido:

—¡Qué es esto que me muerde en el alma? ¿Es un remordimiento? ¡Señor, si yo no he cometido ningún crimen!

Un árbol que delante del balcón de la estancia mecía su rígida copa, soplada por el viento, soltó un puñado de hojas, y éstas, en vez de caer al suelo, parecieron animarse, tomar vida y formar un cuerpo extraño, que atravesó, sin romperlos, los cristales que tenían las ventanas del despacho del doctor, y cruzar sobre las vidrieras de los estantes en que estaba aquel rico almacenaje de monstruosidades, de cráneos absurdos, de fetos conservados en alcohol, de esqueletos y culebras...

Y el doctor quiso sonreír, burlándose de sus pueriles temores, y agitó su cabeza, como queriendo alejar toda idea enojosa; pero la sombra se enderezaba en sus pies y crecía, y el doctor escuchaba un chasqueo espantable en los esqueletos del armario, y veía las culebras disecadas correr y retorcerse en las paredes, y escuchaba a los fetos pedir la palabra y maldecir a sus autores, y las botellas de Leyden, que estaban en un rincón de la más lejana mesa, se disparaban arrojando cabelleras de chispazos, y la momia egipcia, que estaba en un armario, salía brincando de su escondite.

—¡Marta!—balbuceó el doctor—. ¡Marta! Dé-