Página:Relaciones contemporáneas - Ortega Munilla (1919).pdf/173

Esta página no ha sido corregida
167
 

Pero, delgada y todo, esperaba siempre. Ella soñaba con que el médico, harto de gloria, iría a buscar el amor, y en que dejaría los lechos de los hospitales por el de Himeneo... Entonces supo que el médico había llegado al pueblo.

—¡Hoy ha llegado! ¡Hoy vendrá u vermel—pensaba Marta.

La coquetería despuntó bajo la tristeza como el resalvo del pino bajo la nieve... Marta se compuso; se ajustó el talle, enredó una flor de nardo en sus bucles, buscó el espejo, y en él una mirada complaciente y aduladora que la dijese: ¡Eres bonita! ¡Puedes ser amada, idolatrada, adorada con pasión, con frenesí! El espejo estaba roto, el nardo se cayó del bucle... y las ilusiones... de su alma.

El médico no vino. Dígase la verdad: ni siquiera se acordó de que existía Marta. La embriaguez de su gloria le hizo olvidarse de aquel amor de niñería, de aquella primavera en que él y Marta se perseguían entre las moreras y buscaban cangrejos en la margen del arroyo... Y se volvió a Madrid, llamado por un hombre de Estado que se moría de dimisión, un mal desconocido de la patología de entonces.

La señorita de Albaladejo fué haciéndose más transparente. Llegó a ser un alma y unos ojos. El cuerpo se consumió y los treinta años le quitaron toda la gracia... No pudo, con todo, ser solterona, porque el día en que iba a empezar a serlo, se mu-