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Para llegar a las tres había que pasar por las once.

¡Ah, si el reloj hubiese sabido hacer brincar sus agujas sobre la hora enojosa, Marta, la pobre Marta, hubiese sido completamente feliz!

El avaro dió el dinero y el médico llegó. Marta fué feliz veinticuatro horas... Luego el cobrador de contribuciones se llevó el dinero, y el ferrocarril se llevó al médico.

El médico se hizo célebre. Parece que le amputó medio cráneo a un sabio y se le puso nuevo, viniendo a resultar que luego el sabio se convirtió en ignorante. Le había arrancado el órgano de la erudición. Aquel hombre quedó incapacitado para ser académico, pero llegó a viejo. Además, el médico descubrió que el hombre se podía morir de un par de enfermedades nuevas. Esto era sublime; era hacerle dos agujeros más al puchero que encierra el licor de la vida; dar dos títulos más a la muerte e introducir agradables innovaciones en el arte de escribir epitafios... El médico se hizo popular, y Marta, escondida en su Albaladejo, cuidando sus gallinas, tejiendo sus calcetas, vivía en una santa frugalidad sensual y espiritual, de que sólo la sacaban los atracones de gloria que le producía