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de la calle sin ver el campo. El hombre vive allí en amores con la selva. El ciudadano se complica de Fauno. En toda gruta se esconde un sátiro.

Marta Albaladejo pasó por el talud del prado embebida en sus ideas, pero no pudo menos de advertir que la primavera despertaba! Las madreselvas se desperezaban, columpiándose en sus colgajos verdes. Asomaban en el tronco verrugoso de las vides los primeros trajes del hombre, que fueron abuelos del frac... ¡las hojas de parra! El álamo se tornasolaba y las arañas tendían sus hamacas entre dos ramas. El junco chupaba al arroyo y al estanque su linfa sagrada, y el vilano—esa trell erra de pluma—flotaba en el viento y se paseaba por la atmósfera. La cigarra preludiaba su cántico, que es la música de la pereza, y en todo manojo de flores había el propósito de convertirse en ramo, y toda música de fuente en endecha de amor, y toda palpitación del aire en caricia dulce de las frentes enamoradas. Marta llegó a la iglesia pensando en que aquella mañana tenía que sufrir la más horrenda de las humillaciones y en que aquella tarde iba a gozar el más excelso de los placeres.

A las once, después de misa, iba a ver a don Nepomuceno, el avaro del pueblo, para pedirle un préstamo con que pagar la contribución. A las tres debía llegar en un coche, que hacía el servicio entre Albaladejo y Sisante, un hombre joven y hermoso, delicado y sublime... un Apolo con título de médico, de quien ella estaba enamorada.