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en mi cerebro como soles encendidos de una pirotecnia, y el rostro de Venturiela y el de don Cipriano aparecían y desaparecían en aquel tumultuoso oleaje de mis dudas.

¡Señor! ¡Qué me sucedió a mí? ¿Qué horrible y maravilloso acontecimiento era aquél? No sólo no acertaba a explicármelo, sino que ni aun sabía dar forma a mis preguntas ni a mi asombro...

Cansado de recibir respuestas negativas y burlas, me determiné a buscar yo mismo el pueblo, y aquí me tiene usted que, nuevo Don Quijote, voy, no en busca de aventuras, sino en la de mi idolatrada Venturiela, de Venturiela que me aguarda, de la que me está reservada para esposa, de la que es para todos, menos para mí, fuente sellada y campo cerrados.

Cuando acabó su historia el caminante y se quitó el sombrero de paja que cubría su cabeza para secar el sudor que saltaba de su frente, como rezuma perlas de agua una vasija de barro, no pude menos de mirarle con pasmo y estupefacción, hasta que vino a sacarme de ella el ruido de una campana que nos saludaba anunciándonos la vecindad de un pueblo.

—Ya vamos a llegar—dijo Andrés. ¡Este tampoco es Villasoñada!

En esto llegaron a nosotros dos guardias civiles que, a buen paso, jadeantes y cubiertos de polvo, venían en dirección contraria a la nuestra. Detuviéronse al vernos, y dirigiéndose al desastrado viajero, dijo uno de ellos: