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años, alta, esbeltísima y delgada, sin ser flaca.

Sutil era su talle, ovalado e intensamente pálido su rostro, verdes sus ojos como los de Pepita Jiménez y castaño su cabello, puesto en trenzado rodete, que abrumaba la preciosa cabecita con su peso, como una corona de hermosura y juventud.

—»Aquí está tu primo—dijo mi tío presentándome a Venturiela.

—»Bien venido—murmuró ella bajando los ojos.

—Señorita... Prima... Verturiela—exclamé yo.

No sabía qué decir. Sorprendido con la inesperada presencia de aquella divina muchacha, cuya existencia y primazgo ignoraba, no acerté a buscar fórmula de salutación bastante expresiva y cariñosa... Sí, señor mío, sí; aquella era la mujer que yo aguardaba en mi ventana ojiva de la ciudad, bien se llamase Pilar o Lucrecia, Luisa o Clara. Así pensaba que tendría los ojos, y del mismo modo, sencillo a par que pulcro, vestí yo su gentil persona en el taller de modista de mi fantasía... Alojáronme en un cuartito en que todo era blanco: las paredes, los muebles de madera sin pintar, las ropas del lecho, las colgaduras de la ventana. El sol entraba hasta besar la almohada del lecho, y las aves del jardín venían al alféizar de un balconcillo a robar ¡socialistas! los cañamones del canario de Venturiela.

—Este es el cuarto de Venturiela—me dijo don Cipriano, sonriendo.

No sé cómo pude contener esta respuesta. ¡Eso ya lo sabía yo! ¿De quién sino de esa celestial