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rente sobre el pliego. Escribíame mi tío, hermano de mi difunta madre, suplicándome que fuese a pasar una temporada en su casa. Yo no conocía a aquel tío sino de nombre. Llamábase don Cipriano, y era maestro de latín en Villasoñada.

—Ya pareció Villasoñada?

—¿Dónde está?—dijo mi compañero enderezándose en la silla.

—En su cuento de usted.

¡Ah! ¡Creía que hablaba usted del pueblo!repuso con amargo desaliento—. Dudoso estuve er aceptar aquella invitación; pero al cabo de muchas vacilaciones, y con el propósito de pasar en tal aldea no más que una semana, emprendí la caminata en una diligencia que desde Salamanca conducía a la residencia de don Cipriano. Llegué...

No hay otro verbo con que expresar la idea de la llegada al cielo. Este mísero idioma dice lo mismo: llegué a gozars que llegué a sufrir... Llegué y conocí a mi tío. Habitaba una casa pequeñita, blanca, con persianas verdes, rodeada de un grandísimo jardín, en el que había millares de pájaros. Hallábase don Cipriano en su despacho, y así que me vió alzóse de la butaca que le soportaba y vino hacia mí con los brazos abiertos. Al mismo tiempo gritó:

—»¡Venturiela! Ven, que está aquí el primo An.

drés.

»Sentí detrás de mí unos pasos leves, y un grito de sorpresa, que me pareció de timbre celestial.

Volvíme y vi a una criatura como de diez y ocho